Éste es el cartel que el director del
instituto ha obligado a retirar a un compañero, por considerar que podía
ofender a la profesora de religión del centro.
El director asegura que no exigió su
retirada sino que, puesto que se había colgado en el tablón de la sala
de profesores, habilitado a tal efecto, solicitó que se considerara la
conveniencia de no mostrarlo, para que la profesora-catequista no se
sintiera incómoda. Sinceramente, ni me importa el motivo, ni la forma,
me resulta alarmante el fondo de la decisión.
Todavía recuerdo las inquisitoriales
preguntas del maestro, cada lunes por la mañana: ¿de qué color vestía el
cura?, ¿quiénes eran los monaguillos?, ¿al lado de quién te sentaste?,
¿de qué trató la homilía? La asistencia a la misa del domingo era
obligatoria. Para comprobar si cumplíamos con el precepto, además de
este cuestionario, que aprendimos a sortear sin dificultad, el maestro
nombraba un vigilante, que se encargaba de anotar en un
cuadernillo los nombres de quienes hubieran faltado. Los castigos,
siempre humillantes, no eran moco de pavo. Pero no debía ofenderme.
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